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Setenta años sin Dietrich Bonhoeffer
El tiempo: es lo primero que inquieta cuando se evoca a Dietrich Bonhoeffer. Cuesta creer que tras setenta años de su muerte su ausencia se perciba tan grande. O, mejor dicho, que su presencia se antoje tan necesaria, casi vital. Suya es la estirpe de esos hombres que revolucionaron el mundo no solamente a partir de sus ideas o sus actos, sino también por la forma en la que ejercieron su espiritualidad.
No es gratuito que una escultura suya comparta un nicho en la abadía de Westminster junto a la de Óscar Romero y la Madre Teresa de Calcuta, en la llamada Galería de Mártires del Siglo XX; o que su convicción de principios se compare a la mostrada por Martin Luther King o Mahatma Gandhi.En los apenas 39 años que vivió, Bonhoeffer acumuló experiencias que por su dureza e intensidad lo hacen un ser atípico, casi extraído de alguna novela. En el repaso de sus memorias ubicamos al joven teólogo que con sólo 21 años se graduó con distinción summa cum laude en la Universidad de Turingia. Y al aventurero que, ya ordenado pastor luterano, se embarcó hacia los Estados Unidos, país en el que habitaría por un tiempo y que recorrería de norte a sur en una suerte de road trip apostólico que lo llevaría hasta México.
Pero en esas mismas páginas es posible distinguir también al temerario que levantó la voz contra las políticas impuestas por el nazismo. El mismo que no tuvo empacho en criticar enérgicamente el silencio, primero, y la cooperación, después, con que la iglesia evangélica alemana se comportó de cara al régimen liderado por Hitler.
Su postura, moral pero asimismo política, tan contraria a la mostrada por prácticamente todo un país, estaba destinada a ser arrancada de raíz y sin tregua. Bonhoeffer fue condenado a muerte, acusado de formar parte de la conspiración que participó en el fallido atentado contra Hitler, que tuvo lugar el 20 de julio de 1944. Uno de los testimonios recabados a posteriori asegura que se lo veía sereno mientras caminaba hacia el cadalso.
Quizá concluía en silencio alguna de sus reflexiones teológicas. O simplemente pensaba en que lo vivido, aunque sabía a poco, había valido la pena. “Este es el fin; para mí el principio de la vida”, se le oyó decir antes de que le ciñeran la cuerda al cuello. La ejecución se llevó a cabo en el amanecer del 9 de abril de 1945, en el Campo de Concentración de Flossenbürg. Dos semanas después el sitio sería liberado por los Aliados.
Vida y obra
Es cierto que la mitificación de la figura de Bonhoeffer es más que justificada. Si bien, no hay que perder de vista que la elevación a héroe o mártir que de común se le concede es fruto de la combinación de diversos factores. Uno de ellos tal vez sea su propio origen, registrado en el seno de una familia que, aunque aburguesada y construida sobre los cimientos de los valores religiosos, también poseía el libre pensamiento como denominador común.
Si se han visto suficientes películas, o leído una buena cantidad de libros, no resulta difícil imaginarlo en una típica escena familiar de principios del siglo pasado. Al ser uno de los pequeños en un grupo de ocho hermanos –tenía una melliza, Sabine- es probable que se refugiase en las faldas de su madre, Paula von Hase, a cada momento que era molestado por los mayores.
Y quizá sintiese una mezcla de miedo y admiración por su padre, Karl Ludwig Bonhoeffer, hombre de prodigiosa inteligencia, cuyos estudios en psiquiatría y neurología son todavía considerados fundamentales en el desarrollo de la materia. Tal vez todas y todos se reuniesen a la mesa y, concluida la merienda, mamá Paula, consumada pianista, los deleitase con alguna sonata de Brahms antes de ir a la cama.
Y mientras noches como ésta se sucedían una tras otra en Berlín, ciudad a donde los Bonhoeffer se mudaron poco después del nacimiento –el 4 de febrero de 1906- de Dichter y Sabine en Breslau (hoy Wroclaw, Polonia), algo se generaba en la conciencia del futuro pastor. Algo lo suficientemente sólido como para acompañarlo a lo largo de su corta existencia. Una suerte de brújula cuya esencia podría resumirse en dos conceptos complementarios: el ímpetu religioso y la adopción de una declaración de principios que respetaría y defendería hasta el final.
Es de hecho esta congruencia entre pensamiento y acción lo más rescatable de Bonhoeffer. Su propia definición como persona dedicada a Dios no se limita a la cruenta batalla que libró contra la adhesión de la iglesia evangélica alemana a los designios del nazismo, y que incluyó la expulsión de feligreses que tuviesen antecedentes judíos o que manifestaran sus desacuerdos con las medidas dictadas por el Tercer Reich.
Bonhoeffer decidió dar un paso más y formar parte de los fundadores de la Iglesia Confesante (Bekennende Kirche), la cual, como bien puede leerse en uno de los objetivos que conforman la llamada Declaración de Barmen, no buscaba “dominar sobre otros, sino practicar el servicio a todos los demás”.
Este claro acto de rebeldía, sumado a otros de igual talante, como el externar a viva voz su oposición frente a las políticas del gobierno totalitarista de Hitler –incluso lo comunicó por vía radiofónica- lo transformaron automáticamente en un enemigo del Nacionalsocialismo. Para 1937 la Gestapo clausuró su seminario y le fue impuesta la prohibición de predicar, enseñar y hablar en público. Bonhoeffer, sin embargo, no pudo quedarse con los brazos cruzados.
Ello hubiese sido contrario a la postura activa que siempre propugnó, no únicamente desde el punto de vista religioso –“Jesús nos llamó no a una nueva religión, sino a una nueva vida”, escribió- sino también como individuo: “las personas no deben alejarse del mundo sino actuar con él”.
Incapaz, pues, de tolerar las injusticias que ocurrían frente a sus ojos, el pastor fue arrojado a tomar esa “responsabilidad de vivir” de la que tanto habló. En 1939 se unió a un grupo clandestino de resistencia que incluía a algunos miembros de la Abwehr (Oficina de Inteligencia Militar) y también cooperó con Proyecto 7, creado con la finalidad de facilitar el escape a Suiza a tantos judíos como fuese posible.
Quizá la época de la vida de Bonhoeffer de la que más se ha hablado o escrito sea precisamente ésta. Alrededor de ella se han generado teorías de todo tipo, incluyendo su papel como espía, pues supuestamente ingresó a la Abwehr en 1941 pretextando lo útil que sus relaciones económicas podrían ser para Alemania. Ello le habría permitido servir a la resistencia mediante el contacto con gente opuesta al régimen, cosa que habría hecho en los países a los que se asegura que viajó en esos años, entre ellos Noruega y Suecia.
Sea cual sea la verdad, lo cierto es que fue arrestado el 5 de abril de 1943 y enviado a la cárcel de Tegel, en las afueras de Berlín. Expuesto a la soledad y reducido por fuerza a un papel pasivo, Bonhoeffer halló alivio en el espíritu. Sabe, como alguna vez escribió, que “la verdad está en todos lados”. Encerrado sobre todo en sí mismo, es en Tegel donde escribe “Ética” una de sus obras más importantes, y desarrolla un intenso intercambio de correspondencia con su gran amigo Eberhard Bethge y con sus padres, mismo que años después se publicaría con el título de “Resistencia y sumisión”.
También desde allí escribe varias cartas a su prometida, Maria von Wedemeyer quien, en un acto de ternura y respeto, pidió que no se hicieran públicas hasta que ella misma muriese, hecho que ocurrió en 1977. Esas “Cartas de amor desde la prisión”, publicadas por primera vez en 1998, dejan en claro que fue solamente gracias al amor y la fe que Bonhoeffer pudo soportar el encierro. Y lo que vendría después.
Fotografía
En las imágenes aparece un hombre rubio de lentes. En ellas no hay movimiento, claro está, pero en cualquier caso se nota que sus modales eran finos, elegantes. También se nota que aunque su función como pastor era ofrecer un discurso desde el púlpito, en el fondo prefería las conversaciones pequeñas, compuestas cuando mucho por dos o tres personas. Que le gustaba escuchar. Que si hablaba, lo hacía solamente después de pensar con detenimiento lo que iba a decir. Que amaba la vida.
Hay también otras cosas que pueden percibirse en esas imágenes con una simple oteada. Por ejemplo, que aunque en ellas tiene treinta y tantos años aparenta bastantes más. Y no es por su cabello delgado o su aspecto solemne, sino porque su mirada no es la de un joven, sino la de alguien que ha sido tocado por la sabiduría. Tal vez la mirada de un viejo. O la de quien ha visto más cosas. Incluso sin haberlas visto.
Tal vez tengan razón los que dicen que, más allá de su posición política y su posterior martirio, Bonhoeffer se adelantó a su tiempo: “lo que escribió quizá no se entienda de aquí a cien años”, señaló algún teólogo. Y entre las personas que han reivindicado su obra se encuentran el jesuita José Joaquín Alemany y el Papa Paulo VI, quien se refirió a él como una “personalidad hondamente cristiana”.
Lo cierto es que ya por sus comprometidos actos, ya por su espiritualidad, el legado de Bonhoeffer es, como se dijo al principio de este artículo, más necesario y vital que nunca. Lejos de elegir la ruta del escape, cosa que habría podido hacer sin problemas, decidió quedarse en Alemania, con los suyos, a sabiendas de que pagaría un precio muy caro por ello. Pero tampoco rechazó en ningún momento el compromiso que había adquirido ante Dios y ante sí mismo como hombre de fe, como ser espiritual.
Es de preguntarse qué pensaría un hombre tan completo de la época en la que vivimos. La postura que adquiriría ante la desigualdad económica, el extremismo religioso o las guerras que asolan al mundo en la actualidad. La respuesta a ello quizá se halle en su obra. Y en esa inigualable vida suya que en estos setenta años ha servido de inspiración a un ópera, un oratorio, un manojo de películas y obras de teatro y una cantidad innumerable de novelas y ensayos.
Y de paso también a este modesto escrito, cuya única intención ha sido la de honrar a su memoria.
A continuación, y a manera de despedida, he aquí una traducción al español de von guten Mächten ("De poderes bondadosos"), uno de sus textos más hermosos y conocidos:
Envuelto en la fidelidad y en la paz de poderes bondadosos
maravillosamente protegido y consolado,
así quiero vivir con Ustedes estos días
y encaminarme con Ustedes al nuevo año.
Todavía el pasado aflige nuestro corazón,
todavía nos oprime la carga pesada de los días,
Oh Señor, da a nuestras almas inquietas
la salvación que les tienes preparada.
Y si nos entregas el amargo cáliz,
el difícil cáliz del dolor colmado,
lo recibiremos con gratitud y sin temblor,
porque viene de tu amorosa mano bondadosa.
Pero si nos quieres regalar aún una alegría
por este mundo y por el brillo de su sol,
entonces queremos recordar lo pasado
para que nuestra vida entera sea tuya.
Permite que hoy los cirios ardan con calor y en paz
entregando la luz que Tú has traído a nuestra obscuridad,
y si es posible, vuelve Tú a reunirnos.
Sabemos que también por la noche brilla tu luz.
Al caer sobre nosotros el silencio,
permite que podamos escuchar el sonido pleno
del mundo que invisiblemente nos rodea,
el cántico de alabanza de tus hijos.
Envuelto maravillosamente en la paz de poderes bondadosos,
esperamos confiados lo que venga.
Dios está con nosotros en la noche y por la mañana
y ciertamente cada nuevo día.