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Günter Grass: Cuando el tambor deja de sonar

Artículo

Empecemos por la obviedad: es difícil decir algo nuevo sobre Günter Grass. A raíz de su lamentable muerte, acontecida el pasado 13 de abril, no hay periódico en todo el mundo que no le haya dedicado alguna mención. Aquí y allá artículos varios recuerdan su obra literaria, sus polémicas posturas políticas, e incluso sugieren la manera en que debe recordársele en los años venideros.

Lo que puede hacerse es tratar de recrear su persona a partir de los diferentes puntos de vista desde donde Grass era mirado. Porque este hombre nacido el 16 de octubre de 1927 en Gdansk (ahora Polonia, en aquel entonces la Ciudad Libre de Danzig), corre la suerte o el infortunio de poseer más superficies que un poliedro. Es, de hecho, por esta complejidad que resulta imposible, por no decir injusto, el siquiera hacer el intento de clasificarlo de una sola forma.

Además, ¿a cuál habría que referirse?: ¿Al Grass escritor con cuya destreza con la pluma se hizo acreedor del Nobel de Literatura en 1999?; ¿a la voz política que sirvió a Alemania de espejo en innumerables ocasiones?; ¿al bon vivant para el que un buen plato de cocina y una copa de Schnapps podían hacerle la tarde?; ¿al viejecito que presumía tener dieciocho nietos?

El tambor

Una buena manera de empezar la ruta en este insondable mar grassiano sería con la ubicación de un sitio específico. Imaginemos, pues, al Grass que fue a vivir por un tiempo a Berlín en compañía de su familia. Corre el año 1960. Apenas un año antes se había publicado su primer libro, El Tambor de Hojalata. Su Ulises, su particular Cien años de Soledad. La obra que ayer, hoy y mañana será recordada cada vez que alguien pronuncie el nombre Günter Grass.Es probable que ya para entonces, y a pesar de ser clasificado de blasfemo y pornográfico por algunos críticos alemanes, o de prohibirse en los países comunistas y en la España de Franco, ese libro le haya significado una entrada considerable de dinero. Siquiera contaría con lo suficiente como para hacerse de una casa en el número 13 de la Niedstrasse, en el distrito de Friedenau, que al poco tiempo sería llamada por los vecinos la “Grass-Villa”.

Grass todavía no era el hombre de saco a cuadros y bigote cano que da chupadas a su pipa. Tampoco ese modelo de intelectual comprometido y abierto al debate público que, en palabras de Mario Vargas Llosa, “ha desaparecido” en el mundo actual. Era sólo un tipo de 33 años con el pelo revuelto y olor a cigarrillos que empezaba a hacerse una carrera como escritor.

Un padre de familia que tenía la responsabilidad de sostener a los suyos –a Berlín llegó con su esposa, Anna Schwarz, y sus hijos Franz, Raoul y Laura- y quien no se perdía una visita al mercado que se pone cada semana en la Breslauer Platz.

En cualquier caso, está claro que Grass no era el mismo individuo previo a la publicación de su primera novela. Es factible, sí, que fuese ya un ser saturado de preguntas –y culpas- para quien, tal y como mencionó en la que se convertiría en su última entrevista (para Juan Cruz, de El País), “el dolor” era la principal causa que lo hizo “trabajar y crear”.

Pero ciertamente no fue sino hasta la llegada de El Tambor de Hojalata (Die Blechtrommel) que Grass se enfila hacia ese camino que concluyó apenas hace unos días. Es como si las horas empleadas en la elaboración de este prodigioso manuscrito hubiesen funcionado a manera de exorcismo, uno además colectivo, pues la historia de Oskar Matzerath, el niño que no quiso crecer, abriría la caja de Pandora no solamente a los conflictos, arrepentimientos y traumas que Grass cargaba de su pasado, sino también a los de una nación entera.

La posterior publicación de los otros dos títulos que conforman la llamada "Trilogía de Danzig", El Gato y el Ratón (Katz und Maus, 1961) y Años de Perro (Hundejahre, 1963), no hicieron sino refrendar esa dinámica de espejeo entre Grass y Alemania o, al menos, una parte de ella. Dinámica que, como toda relación, pasó por momentos de reflexión e intercambios virtuosos, pero también de franco deterioro.

Todavía a últimas fechas Grass era considerado la conciencia del país por muchos ciudadanos. Tal opinión, sin embargo, contrastaba cada vez más con la de sus detractores –entre cuyas filas también se hallan líderes de opinión- y también con la postura mostrada por las nuevas generaciones de alemanes para quienes temas recurrentes en el discurso de Grass, como el proceso de expiación por el que el pueblo germano debía pasar tras la guerra o las ventajas y desventajas de la reunificación tras la Caída del Muro, aunque importantes, han quedado un poco lejos de las problemáticas inmediatas de Alemania y Europa.

Esta postura de amor-odio hacia Grass resurgió con su deceso. Periódicos y medios televisivos citaron otra vez aquel pasaje de 2006 en el que, poco antes del lanzamiento de sus memorias, tituladas Pelando la Cebolla (Beim Häuten der Zwiebel), Grass revela en una entrevista que a los 17 años formó parte de las Waffen-SS, un grupo de combate de la élite nazi.

Si bien se sabía que, como casi todos los hombres de su generación, había ingresado a las juventudes hitlerianas, esta inesperada confesión cayó como un balde de agua fría en los ánimos de sus conciudadanos. ¿Cómo fue que no lo dijo en todos estos años?, ¿con qué cara se atrevió a criticar la visita de Helmut Kohl al cementerio de Bittburg en 1985, alegando que allí había criptas de soldados de la Waffen-SS?; ¿dónde está la congruencia de este hombre? se preguntaron unas y otros en ese entonces y lo vuelven a hacer ahora.

A su ya de por sí tocada reputación no ayudó, por supuesto, la publicación simultánea en diversos diarios del orbe, en 2012, del poema Lo que hay que decir (Was gesagt werden muss). En él acusa a Israel de poner en peligro la paz mundial por su capacidad de producir armas atómicas, lo que generó una nueva oleada de críticas en su contra, incluyendo, por supuesto, la del gobierno israelí, que lo señaló como persona non-grata y le prohibió cualquier posibilidad de entrada futura al país.Es comprensible que todas estas polémicas hayan visto la luz de nueva cuenta desde el 13 de abril pasado. Si bien, valdría la pena que su exposición generara una nueva serie de preguntas, incluso si éstas son incontestables. Meditar, por ejemplo, hasta qué punto es justo que los desaciertos de Grass empañen otras acciones en las que derrochó un inobjetable sentido de humanidad y cordura, como lo fueron sus actividades contra la carrera armamentista y el capitalismo voraz, o en pro de los derechos de asilo de los refugiados.

Ello por no hablar de la valentía con la que, en su momento, habló de aquello que todo el mundo sabía en Alemania pero nadie se atrevía a poner sobre la mesa. La necesidad de mirar lo que se había hecho, por más duro y terrible que fuera, para tratar de entenderlo con todas sus letras, en aras de no repetirlo.

El final y el caballo

Tras lo dicho, vale la pena darle a Günter Grass una nueva ubicación. Viajemos, pues, a tiempos recientes. A Lübeck, ciudad en la que habitó sus últimos años. Ahora sí tiene la pinta de viejecito que vemos en todas las fotos. Ahora sí lleva el bigote cano, fuma la imperdible pipa y carga en la mirada el cansancio de los sabios. Pese a la avanzada edad, continúa siendo un provocador lleno de contradicciones. Aunque quizá ya no piense en nada de todo eso y lo único que lo ponga en verdad nervioso sea la inminente cercanía de la muerte.

Aun así, y tal como lo dejó patente en esa entrevista última que le concedió a Juan Cruz y que ya se ha mencionado en estas líneas, tiene fuerza para hablar de algunos temas que le inquietan, como la capacidad que los humanos tenemos para autodestruirnos, o los peligros del cambio climático, o las atrocidades cometidas por el Ejército Islámico. Llegado a cierto punto, también se toma el tiempo para citar a su madre y admitir lo mucho que le ha pesado el que ella haya muerto antes de que él pudiera llevarle a países maravillosos, como le prometió cuando niño.

Aunque no está escrito en esa charla, quizá esa conmovedora confesión removió por completo su memoria. Tal vez una vez que despidió al periodista español y volvió a su estudio, donde además de algunos Goyas –su pintor favorito- cuelgan algunos grabados suyos, le dio por acordarse de otras cosas, como el cariño que prodigó en todos estos años a las mujeres que quiso: Anna Schwartz, Ingrid Kruger, Veronika Schröter y Ute Grunert. Y también a sus hijos y a sus nietos.Puede ser que también haya recordado los años de joven en los que recibió entrenamiento como cantero y luego de aquella otra vez que, siendo niño, observó la manera en que un grupo de pescadores de su Gdansk natal atrapaban anguilas: metían una cabeza de caballo, cortada y fresca al mar. Los peces, hambrientos, entraban a la cabeza para comer todo lo que había allí y se quedaban atorados entre los huesos.

Al evocarlo acaso Grass se horrorice de nuevo. Otra vez. Como lo hemos hecho todos los que hemos leído la escena en El Tambor de Hojalata. O como lo hemos visto también en la magistral adaptación al cine que Volker Schlöndorff hizo del libro en 1977.

Probablemente pensó en eso y otras cosas más, muchas más, y luego, sin prevenirlo, a su cabeza llegó ese un fragmento del discurso que dio en Estocolmo cuando recibió el Nobel: “En definitiva, la novela de todos nosotros debe continuar”. Y supo que la suya, al menos, seguro que lo hará. Aunque ya no sea él quien la escriba.

Grass para los otros

Aunque en menor grado que en sus dotes como Zoon políticon, el oficio de Grass como escritor no ha estado exento de controversias. Uno de sus antagonistas literarios más acérrimos, el escritor alemán fallecido en 2013, Marcel Reich-Ranicki, lo acusó en repetidas ocasiones de ser un autor sobrevalorado y en 1995 tildó a su novela Es cuento largo (Ein weites Feld) de ilegible. Curiosamente, esa misma obra ha sido citada por el escritor español Juan Goytisolo como una de las mejores novelas del siglo XX.

Aunque provistos de menos acidez que Reich-Ranicki, los comentarios del también finado estadounidense John Updike no fueron siempre favorables. Juzgaba de “extenuante” la aparente obsesión de Grass por ser concebido como una “celebridad-autor-artista-socialista”. Aun así, concedió que era uno de los pocos autores “cuya próxima novela uno no puede tener la intención de perderse”.

Entre aquellos que lo han defendido a ultranza no únicamente como escritor, sino también durante los episodios que minaron su imagen social y política, se encuentran John Irving y Salman Rushdie. Tan pronto se enteraron de su muerte, ambos dedicaron sendos artículos dedicados a la memoria de Grass.

El firmado por el autor de Los Versos Satánicos merece especial atención, pues en él relata aquella ocasión en la que fue invitado a Hamburgo para celebrar los setenta años de Grass y, sorprendido hasta el tuétano, comprobó la soltura con que el autor de Mi siglo (Mein Jahrhundert) dominaba los diferentes tipos de baile, desde el vals y la polka hasta el fox-trot y el tango.

Al igual que la mayor parte de los que se dedican a la literatura, Mario Vargas Llosa coincidió en una entrevista reciente en que las mejores novelas de Grass son las primeras, en especial El Tambor de Hojalata y Años de Perro. Si bien, aplaude el que haya sido alguien que “arriesgaba desde el punto de vista literario, que quería renovar no sólo temática sino también estilísticamente el género”. Y, sin más ambages, lo calificó como “uno de los mejores escritores del siglo XX”.

Más información en:

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/13/actualidad/1428918239_167030.html

http://www.dw.de/vargas-llosa-los-escritores-algo-tienen-que-aportar-a-la-vida-pol%C3%ADtica/a-18383813

Carlos Jesús González
Carlos Jesús González © Carlos Jesús González
Carlos Jesús González (@CjChuy), en exclusiva para CAI, abril 2015.

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