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Alemanes que hacen historia/Herta Müller, las palabras como dagas
Carlos Jesús González - Con este texto se dará por inaugurada "Alemanes que han hecho Historia", sección con la que se pretende honrar a alemanas y alemanes que se han distinguido por sus actos. Algunos de estos personajes ya han fallecido pero su obra ha trascendido al tiempo. Otros, en cambio, han alcanzado en vida el reconocimiento a su labor dentro y fuera de las fronteras germanas.
Sin más exclusión que la de aquellos individuos que, por su naturaleza destructiva, no ameritan ni nombrarse, el espectro de Alemanes que han hecho Historia no posee prácticamente ningún límite. A través de sus líneas conoceremos los orígenes de políticos, deportistas, músicos o científicos renombrados e indagaremos las razones por las cuales aquellos escritores, matemáticos o actrices han merecido la admiración de incontables personas. En el camino será posible descubrir sus contradicciones y sus aciertos, algunos aspectos interesantes de su biografía y, claro, el lugar donde se halla el motor que ha generado la mayor parte de sus triunfos.
En cualquier caso, todas y todos merecen estar aquí.
Un inicio
Antes que leerla, a Herta Müller hay que mirarla, comprobar con la vista la clara imposibilidad que tienen esos ojos grises para mentir. Y hay que mirarle el pelo también, la manera en la que cae sobre su rostro angulado, como si precisamente tuviese la consigna de hacer resaltar esos ojos de los que puede esperarse cualquier cosa menos una falsedad, algo que no es.
Porque en Herta Müller todo es. Por desgracia. Porque al leerla –ahora sí- ya no habrá escapatoria. Se abrirán las compuertas a un mundo en el que el desasosiego no tiene otro relevo que la locura. Y de repente allí, en ese vaivén entre la angustia y el sinsentido, nos daremos cuenta de que lo que escribe es genuina y escalofriantemente real. De que el universo que nos enseña una y otra vez no succiona tanto de la ficción como de una verdad escondida entre sus venas, en la punta de su nariz, dentro de ese diminuto cuerpecito suyo que en sus años de juventud se estremecía de horror cada vez que escuchaba a un auto estacionarse cerca de su casa. ¿Será que ya vienen por mí los de la Securitate?, se preguntaba al tiempo que experimentaba “el miedo en dos idiomas. En mi lengua materna era un sílaba: Angst. En la lengua del país eran dos: frica”, tal y como revela en su libro, Hambre y seda.
Cuando se refiere al “país” habla, por supuesto, de Rumanía, nación que ella considera tan suya como Alemania. Fue allí donde ella nació en 1953 y donde pasó sus primeros años. Específicamente en la región conocida como Timisoara, rodeada por personas que como ella y sus padres y sus abuelos hablaban alemán. Porque la suya era una comunidad de alemanes, de suabos que sembraban el trigo y preparaban el queso de acuerdo a las tradiciones traídas por sus ancestros desde los campos de Baviera o Baden-Wurtemberg.
Para desgracia suya, un pasado marcado por un padre que sirvió para el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial y por una madre que terminó deportada en un campo de trabajo soviético, fue seguido por un presente terrible, ensombrecido por el absolutismo de Nicolae Ceausescu. Al igual que otros líderes comunistas, el dictador mantuvo a raya a sus enemigos a través de la mencionada Securitate, el servicio secreto que aterrorizó a Müller y a otros que, como ella, se atrevieron a cuestionar las represivas leyes impuestas por el estado.
Tal y como lo manifestaría años después en sus textos y discursos, uno de los aspectos del sistema totalitario que más le afectó de manera directa fue la manera con la que condenó y persiguió a las mujeres que decidían someterse a un aborto, consecuencia a su vez de las estrictas leyes que se habían impuesto al control de la natalidad: “los preservativos estaban prohibidos. La píldora estaba prohibida. El aborto sólo se permitía en el caso de las mujeres con más de cinco hijos o más de cuarenta y cinco años. El útero de las mujeres estaba vigilado mediante revisiones médicas forzosas cada cierto tiempo”. Haciendo gala de su desconcertante franqueza, la propia Müller se asume como una mujer más dentro de esas miles que se vieron orilladas a poner en riesgo su vida, tal y como confiesa en su escrito, Hambre y seda: “cuando (mi compañera de oficina) volvió a quedarse embrazada, seis meses más tarde, se practicó el aborto ella sola con el tubito de plástico de las agujas de hacer punto en redondo. Con el mismo tubito me lo hizo también a mí un año más tarde en el baño de la oficina… en un segundo aborto lo hice todo yo sola”.
Alemania, la otra patria
1987 fue el año en el que Müller consiguió el permiso para marcharse de Rumanía. Atrás dejaría una primera patria y un segundo idioma –en casa siempre se habló alemán- y también una infancia de la que después recordaría casi únicamente momentos tristes. También diría adiós a una amenaza de muerte latente –alguna vez los de la Securitate le recordaron la frecuencia con la que ocurrían fatales “accidentes de tráfico”- y a los atardeceres color salmón que flotan sobre Bucarest.
Su arribo a la República Federal Alemana, sin embargo, no brindó paz a su alma. Por el contrario: la libertad de decir lo que le viniese en gana provocó en ella un impulso incontenible por revelar la verdad con todo lujo de detalle, sin matices o términos conceptuales que pudieran sujetarse a la interpretación. Sus palabras, eximidas de toda contención y tan crudas como una pata de cerdo en el rastro, empezaron a punzar como dagas en la conciencia histórica de los dos países que ella reconoce como suyos.
Es así que las denuncias de Herta Müller hacia los excesos de la Rumanía de Ceausescu o de otros países sometidos a regímenes similares son una constante en su obra. “La ambición de los dictadores es febril a la hora de asolar países y personas para conseguir respetarse a sí mismos –patológicamente- como gobernantes”, pronunció en una conferencia brindada en Berlín en 1993, “el hombre que durante años fuera guardaespaldas de Honecker (líder de la República Democrática Alemana de 1976 a 1989) se quedó sordo por culpa de las partidas de caza. Honecker utilizaba el hombro de este guardaespaldas para apoyar la escopeta. Cuando se quedó sordo, le regaló un audífono traído de Occidente. Y en las posteriores cacerías continuó apoyándole la escopeta en el hombro, debajo del oído que ya no oía”.
Lo que quizá nadie esperaba era que la actitud crítica de Müller se extendería hasta el país al que había decidido autoexiliarse. Absolutamente fiel a su manera de pensar, la escritora ha hablado sin empachos sobre las dificultades burocráticas y sociales que experimentó al arribar a Alemania en calidad de perseguida política. Asimismo, en su momento acusó duramente la actitud tomada por Alemania y Europa durante la guerra de los Balcanes y la falta de solidaridad mostrada por los germanos con la gente que llegó al país huyendo de ese conflicto. “Cuando intento comprender a Alemania no puedo evitar toparme conmigo misma. En eso no me diferencio de las personas que han vivido en Alemania desde siempre. En lo que me diferencio es en que no puedo evitar toparme conmigo misma al mismo tiempo aquí y en un país que dejé atrás”, dijo alguna vez con respecto al tema de identidad nacional, “… por ese motivo no podré ser parte de Alemania jamás y por ese motivo tampoco puedo irme de Alemania”.
Contradictoria, tal vez, pero honesta incluso a la hora de exponer sus propias paradojas, Müller se ha ganado a pulso el ser considerada una líder de opinión europea, en una voz que por demás se antoja ahora más necesaria que nunca. Si bien, es imposible desasociar esa suerte de compromiso cívico con la maestría con la que Müller se ha desempeñado en el mundo de las letras. Allí puede percibírsela tan cáustica como en sus crónicas y discursos, pero en las páginas de novelas suyas como El hombre es un gran faisán en el mundo o Todo lo que tengo lo llevo conmigo hay también una delicadeza que hipnotiza, que conmueve. Enlazadas con precisión y elegancia, sus palabras son capaces de describir el horror con ternura, casi de una manera sensual, como si más que en un mundo sórdido y donde la felicidad es sólo una idea, sus personajes vivieran en un universo etéreo, sin contornos demasiado definidos, casi como en un sueño.
A nadie sorprendió, entonces, que Herta Müller fuera acreedora del Premio Nobel de Literatura en 2009. Lo merece, por supuesto, porque su estilo narrativo honra a todas luces el oficio de escribir, pero también por el haberse mostrado siempre leal a sus principios, a su innegable animalidad política. Su caso nos muestra una vez más la frecuencia con la que esos caminos se cruzan y –quizá- la necesidad que hay de que lo hagan: “la literatura es un espejo de la cotidianeidad y, por ende, de la política. La política entra en la vida cotidiana y, aunque no se convierta precisamente en ésta, ella misma es ficción. Sólo se puede escribir literatura a partir de lo vivido, de la experiencia”.
Herta Müller. Hay que mirarla. Hay que leerla.