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Alemanes que hacen historia: Neo Rauch
Carlos González - Ocurre algo casi indescriptible cuando se está frente a un cuadro de Neo Rauch (1960, Leipzig). Uno no puede decidirse entre hacer caso a las pulsiones intelectuales que provocan sus lienzos, por lo general poblados por personajes curiosos inmersos en diferentes situaciones igualmente extrañas o, por el contraste, ceder a la emoción y entregarse con el estómago por delante a la vorágine de colores y a la controlada locura que habitan su singular mundo. En todo caso es imposible quedar indiferente ante su obra.
El trazo firme y pronunciado de Rauch parece de épocas pasadas, propio de aquellos tiempos en los que el único sentido del arte pictórico consistía en reproducir la perfección -e imperfección- del cuerpo humano, las luces y tinieblas que lo rodeaban, los parajes que atestiguaban sus acciones. Simultáneamente, no obstante, Rauch se monta a la contemporaneidad de forma decidida y a través de variados procesos. Hay ocasiones, por ejemplo, en los que las figuras parecen a medio terminar, fantasmas de lo que alguna vez fueron, y cuando no es así son ornamentadas con objetos que no vienen al caso -granadas que parecen de juguete, artefactos metálicos, monolitos- y dispuestas en escenarios alucinantes. Esta combinación entre el dominio absoluto de la técnica y la creación de un universo propio plenamente identificable, han hecho de Neo Rauch uno de los pintores alemanes más respetados y conocidos en el planeta.
La mejor manera de entrar al mundo rauchiano es, por supuesto, a través de la contemplación, ejercicio que por cierto puede durar más de lo esperado. Son tantos los detalles pequeños impresos en sus cuadros que desvelarlos todos se transforma en tarea afanosa. En este sentido, es indudable que en Rauch hay algo de Salvador Dalí, no sólo por la suma de pequeños elementos que conforma el todo, sino también por el armado onírico de sus composiciones. Al igual que en el caso del pintor catalán, Rauch abreva de su subconsciente a la hora de montar cada pieza de su escenario. Sin embargo, así como los sueños de Dalí proveían inconfundiblemente de una mente ibérica, los de Rauch no podrían originarse sino en el interior de un individuo alemán, pero además no de uno cualquiera, sino de un alemán que nació y creció en la ya extinta República Democrática Alemana. Ello se hace evidente, para empezar, en la actitud de las criaturas a las que Rauch da vida con el pincel. Lejos de expresar pena, dolor o alegría, sus rostros por lo común son serios y adustos, los rostros de alguien que se encuentra concentrado en lo que hace o en lo que hacen los otros, de quien medita, de quien reflexiona, de quien, digamos, se entrega a la contemplación, cuestión que no deja de ser un tanto curiosa puesto que entonces el espectador de una obra de Rauch se transforma, de manera paradójica, en un contemplador de contempladores. La diferencia entre estos dos tipos de observación es que los que se hallan insertos dentro del marco, y pese a su actitud solemne, son dispuestos en escenarios que gozan de una rica teatralidad, como si se tratase de actores que Rauch ha puesto ha jugar casi sin querer en los paisajes de su ensoñación.
Asimismo, hay un aspecto visual en la obra de Rauch inmanente a la sociedad de la que formó parte hasta cumplidos los 29 años, que era la edad que tenía cuando cayó el Muro. En este sentido, es cierto que en su trabajo se nota la clara influencia de Max Ernst, Francis Bacon y, por supuesto, de su antiguo maestro, Arno Rink, cuyo fallecimiento tuyo lugar en el pasado mes de septiembre. Incluso hay algunas telas suyas que evocan de manera casi imperceptible el estilo de Gerhard Richter. Si bien, lo más distinguible de la imaginería de Rauch es ese dejo que, a falta de un término más adecuado, podríamos señalar como kitsch y que tiene que ver directamente con una estética socialista. Al observar algunos de sus cuadros se tiene la impresión de que se está oteando un libro escolar y oficialista de la RDA fechado en 1973 y cuyas imágenes han sido por completo alucinadas, distorsionadas, intervenidas. En pocas palabras, es cierto que sus cuadros poseen un estilo eminentemente europeo, pero es gracias a al natural influjo que poseen del realismo socialista, en combinación con algunas otras fuentes de inspiración -algunas de las cuales ya hemos mencionado- que alcanzan un toque único e irrepetible. Incluso exótico, como menciona Donald Rubell, uno de sus más fieles coleccionistas norteamericanos.
El lienzo que acompaña
Neo Rauch - Gefährten und Begleiter es el nombre de un documental dedicado al pintor y que fue estrenado en la primavera pasada. Lo dirige la periodista y cineasta Nicola Graef y no tiene desperdicio, sobre todo para aquellos que se preguntan sobre la forma en la que se gesta el proceso creativo en un artista plástico. En el caso de Rauch podría decirse que las ideas brotan en su mayor parte mientras labora, en esos momentos en los que ya está sumergido en el mar de la imaginación pero con una mano en la paleta y la otra en el pincel. De acuerdo a sus propias palabras, si bien es cierto que los personajes y escenarios que imprime son producto de sus sueños y ensoñaciones, estos son apenas un recuerdo borroso en los primeros esbozos. No es sino hasta que traza, que colorea, que pinta, cuando todo ese micro-universo comienza a materializarse. Es decir, no es otra cosa que la creación lo que es capaz de llevar a la creación, aquello que la gatilla.
Tres años acompañó Graef a Neo Rauch con una cámara y un micrófono como únicas herramientas. Gracias al tiempo invertido Graef no sólo tuvo acceso a los aspectos técnicos o estilísticos que caracterizan el trabajo del pintor alemán y que al tiempo lo han convertido en la cabeza más visible y exitosa -al menos desde el punto de vista comercial- de la generación conocida como La Nueva Escuela de Leipzig, sino también fue susceptible de asomarse a su intimidad. Lo logra, eso sí, en momentos contados y de mínima duración, pues la personalidad de Rauch es tan acorazada como la superficie de un submarino nuclear, tanto que uno no sabe a ciencia cierta de dónde es que surge tal despliegue de hermetismo: ¿es resultado de la inseguridad, el miedo o el cansancio?, ¿es síntoma de una arrogancia desmedida o, contrario a todo ello, el signo inequívoco de que la mente de Neo Rauch se dispersa con frecuencia en esos mismos territorios que luego ocupan sitio en sus telas?
Es así que, por deseo o necesidad, Graef muestra al Rauch-persona no tanto por voz propia del pintor sino a través de los testimonios de quienes lo conocen, entre ellos Judy Lybke, comerciante de su obra y amigo de Rauch desde que eran veinteañeros. Ya desde entonces el pintor era novio de la también artista plástica, Rosa Loy, con quien acabó contrayendo matrimonio hace más de tres décadas. En ningún momento del metraje se explica con palabras, pero está claro que Loy y Lybke son los dos pilares sobre los que Rauch se sostiene para la solución de múltiples asuntos. Ella, por ejemplo, además de cariño y compañía, le brinda consejos técnicos con respecto a su obra, en tanto Loy se ocupa de que el trabajo de Rauch sea conocido y a la vez aumente su cotización dentro del espectro pictórico actual. Testigo de la movilidad del arte, la cámara se desplaza a diferentes sitios donde la obra de Rauch es expuesta, desde la Pinakothek der Moderne, en Múnich, a la David Zwirner Gallery, en Nueva York, y encima brinda una visita a un manojo de coleccionistas particulares, quienes comparten una opinión personal sobre lo que el autor les comunica con sus lienzos. Se lo merecen. Algunos han desembolsado cifras de seis ceros por poder colocar un Rauch en la sala de sus casas.
Arte y tragedia
“Toda su vida (Rauch) ha sentido ese vacío”, explicó la directora Nicola Graef a una periodista que la entrevistó con respecto a su documental. Y es cierto. La historia personal del pintor esconde un pasado trágico consistente en el fallecimiento de sus padres cuando él apenas contaba con cuatro semanas de nacido. El progenitor tenía veintiún años, la madre diecinueve, y perecieron al descarrilarse el tren en el que viajaban. Debido a este dramático incidente, Rauch es adoptado por sus abuelos y se muda al pueblo de Aschersleben, en el Landde Sajonia-Anthalt, a donde permanecería hasta la juventud, cuando decide instalarse en Leipzig y estudiar en el mismo lugar donde estudiaba su padre antes de morir: la prestigiada Academia de Artes Visuales de Leipzig (Hochschule für Grafik und Buchkunst Leipzig).
La secuencia más conmovedora de Neo Rauch - Gefährten und Begleiteres precisamente aquella en la que el autor rememora el acontecimiento que marcó su vida. “Estoy en esa extraña edad en la que mis padres podrían ser mis hijos” dice, con auténtica tristeza, mientras examina frente a la lente algunos de los dibujos de su padre que todavía conserva, dibujos que por cierto expuso en la primavera pasada en la fundación que lleva su nombre. Luego de ese breve instante, el único del documental en el que parece manifestar sus sentimientos de forma abierta, Rauch vuelve a ser el hombre serio y de aspecto atlético -aparenta al menos diez años menos- que sólo presta una verdadera atención a sus cuadros y a sus colores. Da la impresión de que, por la razón que fuese, si el día de mañana volviese a colocarse un muro en Alemania o sus cuadros comenzaran a venderse a la veinteava parte de su precio actual, él se encogería de hombros y luego continuaría en lo suyo. Para Rauch pintar es vivir. O más que eso: pintar es sentido. La posibilidad única de la posibilidad.
Sitios de interés:
https://www.davidzwirner.com/artists/neo-rauch
http://www.grafikstiftungneorauch.de/
Trailer de la película: https://www.youtube.com/watch?v=55zR5TyY6NI
Carlos Jesús González.Periodista y escritor mexicano. Vive en Berlín desde 2006, donde labora como corresponsal de CAI y como colaborador free-lance de diferentes medios mexicanos y alemanes. Tiene un especial interés por los temas culturales y políticos. Es amante absoluto del cine, la literatura y la agitada vida berlinesa.