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Alemanes que hacen historia/Christiane Nüsslein-Volhard: La cazadora de genes
Carlos Jesús González - El célebre explorador de los mares, el francés Jacques-Yves Cousteau, decía que un científico es un “curioso que mira a través de una cerradura de la naturaleza, tratando de saber qué sucede”. Tal definición le va al dedillo a Christiane Nüsslein-Volhard (Heyrothsberge, Sajonia-Anhalt, 1942), la investigadora de ciencias naturales más destacada de Alemania de los últimos cincuenta años. En pocas palabras, y en aras de hacer más terrena su relevancia, bien podría decirse que Nüsslein aportó a su campo lo que Boris Becker al tenis, Günter Grass a las letras o Michael Schumacher a las carreras de autos de Fórmula Uno.
Sin el apoyo mediático que en su momento adquirieron los personajes mencionados –pese a su vital importancia, las ciencias nunca se han distinguido por producir celebridades- Nüsslein debería de ser no obstante un apellido que merece ser recordado con absoluta admiración. Un apellido que, no hay que olvidar, también posee un rostro en el que vale la pena detenerse. Ahora mismo, en sus retratos fotográficos más actuales, a Nüsslein se la ve como una persona que si bien sobrepasa las siete décadas de edad aún posee un aspecto lozano. Quien la observa puede incluso aventurarse a pensar que si dejó el puesto de directora de la división de genética del prestigiado instituto Max Planck de Biología del Desarrollo, en Tubinga (Tübingen), cosa que sucedió hace un par de años, no fue por cansancio, sino meramente porque consideró que ya era hora de compaginar sus reflexiones analíticas con otras tareas que también ha cultivado durante toda su vida, como lo son la jardinería y el placer de escuchar música.
En todo caso su fisonomía evidencia un apego hacia la búsqueda perpetua. Sus ojos son brillantes y curiosos –“desde muy temprana edad me interesó la naturaleza, y soy de las personas que van hasta el fondo de las cosas”, dijo en alguna entrevista- y sobre ellos se divisa una frente amplia y altiva, sempiternamente coronada por un cabello corto y rizado al que con los años sólo le ha cambiado el color. Su expresión, siempre amable, incluso tierna, contrasta con la equivocada idea que se suele tener acerca del aspecto de un científico, al que aún se lo relaciona con el cabello desaliñado y explosivo que Albert Einstein dejó para la posteridad o incluso peor: con gestos serios y adustos que no toleran la distracción o el error, ni siquiera en ellos mismos.
Algo parecido podría decirse de los temas que Nüsslein aborda cuando concede entrevistas, en las que por lo general rehúsa a la tentación de colocarse en el centro de la conversación. Su discurso se mueve la mayor parte de las veces alrededor de las investigaciones que ha realizado y, cuando no es así, abunda de manera concisa y directa sobre las dificultades a las que en la actualidad, incluso en un país como Alemania, se siguen enfrentando las mujeres que han decidido seguir el camino de las ciencias. Una y otra vez rememora, por ejemplo, aquella ocasión, acontecida hace muchos años, en la que se vio presionada para que el mayor crédito de la investigación que formó parte de su tesis doctoral recayese en manos de un compañero. “Mi jefe de laboratorio me dijo: ‘vamos a dejar que (él) aparezca como el autor principal. Después de todo empezó el proyecto y además tiene familia. Necesita su carrera’”. ¿Y yo qué?, se preguntó ella entonces y se pregunta también ahora en nombre de todas las personas cuyo desarrollo profesional se ha visto de una u otra manera afectado por el simple hecho de pertenecer al género femenino. No conforme con alzar la voz, Nüsslein ha emprendido al respecto esfuerzos concretos sobre los que hablaremos más tarde.
Los Premios
Christiane Nüsslein no es, en todo caso, y quizá en ocasiones en contra de sus propios deseos, una científica más. Al menos no después de que su trabajo acaparase los premios más importantes que otorga la ciencia. Entre ellos se encuentran el Gottfried-Wilhem-Leibniz-Preis, en 1984, el galardón Albert Lasker por Investigación Médica Básica, en 1991 y, por supuesto, el Premio Nobel en Fisiología y Medicina de 1995 que compartió con Eric Wieschaus y Edward B. Lewis.
El Nobel, al menos de acuerdo a sus palabras, por un lado la convirtió en la décima mujer que recibió esta importante distinción en el rubro de las ciencias, pero a la vez –y es en este tipo de declaraciones donde sobresalen la sencillez pero también la elocuencia propias de Nüsslein- experimentó un fuerte parón en su carrera: “simplemente toma mucho tiempo eso de ser premiado, tienes que viajar y dar muchos discursos y llega el punto de que te aburres a morir de escuchar tu propia voz”.
Si bien, fue en gran medida gracias al prestigio que conlleva dicho premio, que la bióloga alemana pudo echar a andar la fundación que lleva su nombre. Su principal objetivo es apoyar a jóvenes científicas para que continúen con sus investigaciones incluso tras haberse convertido en madres. Es por ello que la fundación, apoyada por el programa Mujeres en la Ciencia, de UNESCO-L’Oréal, otorga diez becas anuales, consistente en una suma mensual que cubra precisamente los gastos relacionados con el cuidado de sus hijos en manos de otras personas: “de alguna manera (a estas mujeres) les decimos: toma este fondo para comprarte un tiempo ajeno a las tareas domésticas. Confiamos que ellas seguirán trabajando de tiempo completo mientras contratan a alguien más que se encargue de sus pequeños”.
Ella misma víctima de la discriminación por género, Nüsslein está convencida de que la única manera en que la mujer que se dedica a las ciencias puede aumentar su competitividad y a la vez combatir el machismo que aún pervive en dicha área es a través de acciones concretas, como las que promueve a través de su fundación. Asimismo, considera que en Alemania la presión que las mujeres aún reciben a nivel social y laboral en cuanto al rol que deben asumir como madres sigue siendo muy elevada. “Se toman dos o tres años por maternidad y entonces su carrera profesional se detiene. Luego de ese tiempo a algunas se les dificulta tanto volver que mejor lo dejan”.
Lejos de querer crear una controversia, el afán de Nüsslein se limita a generar una sociedad en la que todos sus participantes tengan la oportunidad de alcanzar la realización profesional. En su caso fue el descubrir los secretos de la naturaleza, esfuerzo que desde pequeña –“a los doce años ya sabía que quería ser bióloga”- sus padres se encargaron de estimular pese a no alcanzar a comprenderla del todo, ya que ellos se dedicaban a actividades relacionadas con el arte. De hecho fue gracias a ello que Nüsslein y sus cuatro hermanos –tres mujeres y un varón- aprendieron desde pequeños a amar la música y los versos de Goethe.
Acostumbrada a vacacionar en una granja en compañía de su familia, a Nüsslein le encantaba ayudar en las labores de cosecha, así como alimentar a los caballos y a las vacas que había en los establos. Conforme pasó el tiempo, la cantidad de nombres científicos de animales y vegetales en su memoria era cada vez mayor, tanto como sus ganas de empezar cuanto antes los estudios superiores. La carrera de biología, a la cual se inscribió en la Universidad de Frankfurt, le pareció un poco aburrida, pero logró paliar su frustración con un sorpresivo interés por la física experimental y las matemáticas. Contra todo pronóstico, sus calificaciones de titulación fueron bastante regulares, por no llamarlas mediocres, al igual que las que había registrado en toda su vida escolar.
Oficialmente divorciada a los 32 años, y quizá ya decidida a no tener descendencia, Nüsslein se dedicó en cuerpo y alma a lo que más le entusiasmaba hacer. Trabajó en un instituto dirigido por A. Gierer y en otros centros de investigación hasta que a mediados de los ochentas el instituto Max Planck le ofrece dirigir un área, puesto en el que, por cierto, sería una de las contadas mujeres entre cientos de hombres. A partir de este punto uno no puede sino imaginarla enfundada en una bata y pegada al microscopio, víctima de insomnios y de una dieta a base de papas hervidas. Sin otra cosa en la mente que la necesidad desvelar algunos de los misterios más inexpugnables que esconde la vida.
Tal vez en ese entonces ni ella misma hubiese imaginado que así ocurriría.
El descubrimiento
Lo que Nüsslein, en compañía del doctor norteamericano Eric Wieschaus descubrió, no sólo fue lo suficientemente importante como para hacerles ganar un Nobel, sino que además, y con el pasar de los años, se ha convertido en un verdadero hito de la medicina moderna. Para ponerlo de manera sencilla, estos científicos desvelaron la manera en la que los genes de un huevo fecundado orquestan la formación de un embrión. Para llegar a ello, basaron sus estudios en la Drosophila melanogaster, comúnmente conocida como mosca de la fruta. Tanto Nüsslein como Wieschaus estaban obsesionados con el desarrollo embrionario, en específico con los mecanismos que se ponían en funcionamiento para que una sola célula –el óvulo fecundado, por ejemplo- pasara a convertirse en una criatura compleja.
La cuestión es que tras más de un año de investigación observaron que un organismo vivo se construye por etapas y cada una de ellas está controlada por un grupo específico de genes. Esto alcanzó una trascendencia aun más apoteósica cuando se determinó que el desarrollo de todos los embriones animales se halla sustentado por elementos comunes, lo que incluiría a los embriones humanos. Rigiéndose por este principio, este hallazgo significaría que existe la posibilidad de conocer las causas que provocan las malformaciones congénitas en el ser humano.
Es por ello que sus estudios cimbraron una verdadera revolución en el campo de la biología: han sentado la base sobre la que hoy día se continúa trabajando, teniendo como fin último el evitar que padecimientos relacionados con la genética, entre ellos el cáncer, prosigan con su inercia destructiva. De allí que el nombre de Christiane Nüsslein-Volhard merezca un lugar indiscutible en la Historia. Se continuará hablando de ella en veinte, cincuenta, dentro de cien años, en esos tiempos futuros en los que, uniendo esfuerzos, idealmente habremos conquistado algunas de las enfermedades que más afectan a la raza humana. Y entonces celebraremos que su curiosidad, esa de la que hablaba el gran Cousteau, haya llegado tan, pero tan lejos.
Carlos Jesús González.Periodista y escritor mexicano. Vive en Berlín desde 2006, donde labora como corresponsal de CAI y como colaborador free-lance de diferentes medios mexicanos y alemanes. Tiene un especial interés por los temas culturales y políticos. Es amante absoluto del cine, la literatura y la agitada vida berlinesa.
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