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Alemanes que hacen historia/Anne-Sophie Mutter
Carlos Jesús González - “El violinista es un fenómeno de la humanidad que destila una fuerza especial: es mitad tigre, mitad poeta”. La frase corresponde a Yehudi Menuhin, célebre humanista e intérprete del violín al que no le faltan razones para ser incluido en los anales de la Historia. Baste con rememorar que fue el primer músico de ascendencia judía que accedió a tocar en Alemania como un gesto de reconciliación, lo cual ocurrió en 1947, cuando las heridas del Holocausto aún se hallaban frescas y punzantes.
Pero aparte de ser un tipo de filantropía contundente y con un talento a prueba de balas, Menuhin, o más bien, una grabación suya fue la primera fuente de inspiración que recuerda Anne-Sophie Mutter, mujer que ciertamente es tigre y poeta pero también cristal, entrañas y locura cada vez que un Stradivarius le cae en las manos. Mutter tendría unos cuatro años y tal vez jugaba con una muñeca o figurillas de Lego mientras su padre colocaba el vinilo de Menuhin en el tocadiscos de la sala. O quizá alguien más pasó por allí y encendió la radio con la intención de escuchar las noticias –Mutter siempre ha asegurado que la música no era algo que estuviese muy presente en la dinámica familiar-. En todo caso, esas notas de Mozart, Brahms o Mendelssohn interpretadas por Menuhin se escurrieron por sus oídos infantiles y adquirieron forma de llamado, de epifanía, de una ingenua pero a la vez inapelable certeza.
La segunda fuente de inspiración y, digamos, la definitoria, vendría poco tiempo después, cuando la familia Mutter se desplazó a la vecina Basilea –Rheinfelden, su ciudad natal, se ubica apenas a 17 kilómetros de la urbe helvética- para escuchar un concierto en el que la estrella principal era David Óistraj. Por aquel entonces Anne-Sophie, de seis años, ya llevaba varios meses aprendiendo a tocar el violín, hecho que de alguna manera amplificó la sensación hipnótica provocada por las sonatas de Brahms que el afamado violinista soviético interpretó.
A partir de esos dos momentos mágicos lo único que puede registrarse en la carrera musical de Mutter es un éxito tras el otro. Vendrían primero los trofeos en concursos de circuito reducido y luego en los de mayor renombre y posteriormente, cual si se tratase de una trama de cuento, tendría lugar aquella mítica audición frente a Herbert von Karajan cuando Mutter tenía apenas trece años cumplidos. Ese adusto y severo caballero austríaco, que exigía de sus músicos una disciplina militar, cedió asimismo al embrujo que surgía de las manos de Mutter. La colaboración entre ambos iniciaría en el Festival de Lucerna de 1976 con una pieza de Mozart y continuaría a lo largo de varios años.
Una vez que su virtuosismo fue legitimado, la presencia de Mutter ha sido una constante en la órbita de la música clásica mundial. Pese a lo burdo de la comparación, podría decirse que esta alemana nacida el 29 de junio de 1963 ha sido el crac absoluto del violín en las últimas cuatro décadas y, dado que las manos que mutan en sonido no envejecen del mismo modo que las piernas adictas al balón, Mutter ha sido simultáneamente el Maradona, el Beckham, el Ronaldo y el Messi de la música culta. En medio siglo no ha habido nadie más que haya podido superarla en impacto publicitario, alcances comerciales, éxito de imagen y, por supuesto, perfección a la hora de ejecutar, y es seguro que nadie más podrá hacerlo en otros cincuenta años. Ella es, en efecto, un “fenómeno” –en sentido positivo- “de la humanidad”, que diría Menuhin, porque su caso es único, muestra fehaciente de que el talento no basta si no se halla acompañado de otras cuestiones específicas y si no es puesto a prueba en un momento determinado del tiempo. Virtud, trabajo y suerte son los elementos que, combinados, permiten que un individuo con capacidades por encima de la media tenga la oportunidad de mostrarlos. Y Anne-Sophie Mutter no ha dado la espalda a esa oportunidad ni por medio segundo.
El estilo
Ciertamente hay aspectos técnicos relacionados con la interpretación musical que Mutter ha heredado de sus maestras, sobre todo de Aida Stucki, o que ha pulido a partir de los consejos que colegas, compositores y directores le han brindado a lo largo de los años. En ese sentido, el camino trazado frente a ella no es distinto al de otros violinistas. El ingrediente que hace singular al conjunto es algo que difícilmente puede describirse con palabras pero que quienquiera que tuviese la posibilidad de observarla sería susceptible de percibir, desde von Karajan y hasta un neófito de la música clásica. Es algo que encanta, un placer que se aloja en un lugar inidentificable del cuerpo, que eriza la piel. Hay ciertos instantes en sus presentaciones en los que pareciera que instrumento e instrumentista han cambiado de papeles, en los que es el violín el que la toca a ella, el que le abre y le cierra los ojos y le flexiona los codos o le alarga los brazos según la intención y cadencia de las notas. No por nada, y de acuerdo a lo que declaró en un entrevista, para Mutter “tocar es como volar hacia un país extraño, te deja exhausto pero a la vez satisfecho”.
Otro aspecto digno de mencionarse en la trayectoria de Mutter es la falta de temor que ha mostrado para incursionar en otro tipo de horizontes. Allí donde otros intérpretes de música clásica se han negado a involucrarse en la llamada música contemporánea, Mutter se ha volcado con un verdadero sentido del compromiso. Es así que su pasión y técnica se han puesto al servicio de autores como Norbert Moret o Witold Lutoslawski –ambos crearon piezas específicamente para ella- sin ambages, con idéntica profesionalidad a la que ha mostrado bajo la batuta de Zubin Mehta o en las incontables y afamadas giras en las que ha compartido escenario con el pianista Lambert Orkis.
Ésta inusual posición de apertura, sumada a, por ejemplo, la incondicional defensa que ha mostrado tanto como profesora como mecenas –ha creado un par de fundaciones que ayudan a jóvenes músicos-, revelan que Mutter es totalmente consciente del talento que posee y, a la vez, de la responsabilidad que pudiera emanar a partir de su situación privilegiada. Ello, sin embargo, no significa que en su carrera no haya habido momentos contradictorios o en los que se perciban ciertas dudas. Desde hace varios años han sido comunes sus anuncios de un inevitable retiro, anuncios que en realidad quedan en nada una vez que aparecen las fechas de presentación siguientes. Es como si una parte suya, agotada tras encarnar una y otra vez el mismo rol y demandada por otras experiencias que también han sido importantes en su vida, entre ellas la maternidad, quisiera de verdad abstraerse de la Anne-Sophie pública y tener una existencia común y corriente. Sin embargo al final, y para beneplácito de las incontables personas que gozan con sus interpretaciones, y también de la música misma, la parte que hasta ahora ha salido triunfante en esta batalla ha sido la de la mujer que considera a su violín “su mejor amigo”, “la mejor parte de su cuerpo”.
Retrato
Sus brazos, de tan sólidos y trabajados, son lo primero que llama la atención, pero luego de unos segundos uno deja de mirarlos para concentrarse en esos ojos que cierra y que esconden tras de sí quién sabe qué cosas, qué pensamientos. Habrá quien la prefiera tocando una sonata de Brahms y otro que asegure que su Vivaldi es como para abrir el cielo de un portazo.
Detrás –o al frente, quizá- de todo ello, la persona. La mujer que a veces, cuando no juega a la música clásica come hot-dogs, mira películas, y escucha discos de jazz y canciones de Michael Jackson. La viuda del finado abogado Detlef Wunderlich, aquella que sigue pensando que la noticia más triste que ha recibido en la vida fue cuando su esposo le dijo que padecía cáncer. La abnegada madre de Arabella y Richard, hoy día un par de veinteañeros que si bien saben tocar instrumentos –uno asume que de una manera más que correcta- no pretenden ni por error seguir los pasos de su progenitora.
La dueña de dos Stradivarius que de seguro se hallan en un lugar fresco, seco y bajo llave cuando no componen una extensión de su cuerpo. Uno es el Emiliani de 1703 y el otro fue bautizado como Lord Dunn-Raven, de 1710, y probablemente no se los presta a nadie. Ni siquiera a Richard o Arabella.
La intérprete que ha grabado más de cincuenta discos. La ganadora de cuatro Grammys que reposan sobre la chimenea, junto a los incontables premios y medallas que ya no sabe ni dónde colgar.
La sibarita que nunca dice no a una buena pasta ni a una copa de buen champagne; la adulta que recuerda el día en el que, siendo una niña, miró por la televisión la llegada del hombre a la Luna.
La músico a la que Sofia Gubaidulina le compuso una pieza preciosa, pensando en ella, o más bien, en ella y su violín: “In Tempus Praesens”.
La violinista que, para el bien del mundo, no ha sabido o no ha querido retirarse.
Sitios de interés:
Youtube:
https://www.youtube.com/watch?v=124NoPUBDvA
https://www.youtube.com/watch?v=-4t0Tr-0MqY
Entrevista Youtube:
https://www.youtube.com/watch?v=1TD__o7XuL0
Carlos Jesús González. Periodista y escritor mexicano. Vive en Berlín desde 2006, donde labora como corresponsal de CAI y como colaborador free-lance de diferentes medios mexicanos y alemanes. Tiene un especial interés por los temas culturales y políticos. Es amante absoluto del cine, la literatura y la agitada vida berlinesa.
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